flamenco feminista

LOS CANTES DE MUJER. CREACIÓN Y TRANSMISIÓN DEL FLAMENCO FEMENINO

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Artículo publicado en la Revista Zocoflamenco, marzo 2021, pp. 28-29. Ver enlace https://zocoflamenco.com/noticias/los-cantes-de-mujer-creacion-y-transmision-del-flamenco-femenino/

Podríamos justificar con numerosos argumentos el por qué no hay más mujeres cantaoras en la historia del flamenco y todos ellos, con seguridad, confirmarían la existencia de una vinculación “natural” más intensa de lo femenino con el baile, situando al cante en un honroso segundo puesto, ya que al menos, dirían algunos, se distancia del premio de consolación otorgado al toque, de dudoso merecimiento por su comprobada oposición hacia la inclusión de las tocaoras en él.  Por María Jesús Castro, Profesora de Historia del Flamenco. Conservatorio Superior de Música del Liceu de Barcelona

Ese segundo pódium satisfaría cualquier respuesta rápida aportada a la pregunta inicial (por qué no hay más mujeres cantaoras en la historia del flamenco), sin ser meditada demasiado, pero no resistiría un examen riguroso ya que evidenciaría las relaciones desiguales que se han producido históricamente entre los cantaores y las cantaoras. No hay más que plantear la cuestión de quién fue la primera cantaora que se conoce para atestiguar que la posible respuesta correcta requiere de una búsqueda exhaustiva ante el desconocimiento generalizado, pues, probablemente, el imaginario popular afirmaría que los cantes de mujer dieron inicio con Mercedes Fernández Vargas La Serneta o Pastora Pavón La Niña de los Peines, por citar a las dos cantaoras históricas más conocidas por los aficionados y las aficionadas, siempre décadas después del surgimiento de sus homólogos varones.

Fotos: Mercedes La Serneta y La Niña de los Peines

Sin embargo, la historia de los cantes femeninos es un largo recorrido que se inició al mismo tiempo que los cantes masculinos y, al igual que estos, las numerosas cantaoras que conocemos también fueron creadoras que elaboraron sus propias versiones de los cantes y, a su vez, supieron transmitir el vasto repertorio flamenco que se iba gestando.

Pero volvamos a la pregunta sobre el nombre de la primera mujer cantaora. En general, en las fuentes históricas del Preflamenco se citan numerosas gitanas anónimas que cantaban y tocaban la guitarra en muchas de las tonadillas más famosas, pero sin especificar quiénes eran, exceptuando las gitanillas de Triana Jimona y Charrasca, conocidas en los primeros años del siglo XIX[1].

Décadas después, en el año 1842, se publicó un artículo en el que aparece el nombre de la primera mujer cantaora documentada: María de las Nieves, gitana que participó en la fiesta trianera de Serafín Estébanez de Calderón[2],  junto a los cantaores El Fillo y Juan de Dios, pero cuya figura ha quedado diluida en la flamencología, al contrario de sus colegas varones que sí han sido reconocidos como los patriarcas del flamenco. Esa desconsideración hacia el cante femenino no se puede deber al desconocimiento por parte de la cantaora del repertorio Preflamenco, pues según Estébanez, María de las Nieves cantó «las tonadas sevillanas», esas tonás trianeras que ya desde la primera mitad del siglo XIX se estuvieron forjando.

Y en la tarea en que nos encontramos de rescatar del olvido a las primeras mujeres cantaoras, emerge un segundo nombre probado: La Dolores, natural de Cádiz, quien es reseñada por Estébanez de Calderón en una nueva obra publicada en 1845 y también citada al lado de El Fillo y El Planeta[3]. La Dolores interpretó una petenera con una ‘voz penetrante’ y la malagueña de La Jabera, dándole una entonación propia, ya que en palabras de Estébanez «lo que cantó la gitanilla no fue la Malagueña de aquella célebre cantadora, sino otra cosa nueva con diversa entonación, con distinta caída y de mayor dificultad, y que por el nombre de quien con tal gracia la entonaba, pudiera llamársela Dolora.», introduciendo el escritor malagueño la referencia de la cantaora malagueña apodada La Jabera y exponiendo claramente el proceso de invención de los cantes, al elaborar distintas versiones a partir de una melodía originaria, método ya adoptado por esas primeras mujeres cantaoras.

Una vez resuelta la primera cuestión (quiénes fueron las primeras cantaoras de la historia del flamenco), nos volvemos a plantear nuevos interrogantes: ¿fueron María de las Nieves y La Dolores dos casos aislados, quizá ficticios, de cantaoras flamencas en los inicios del cante?, ante el desconocimiento general que sobre las mujeres cantaoras históricas se tiene, podría parecerlo, pero la información proporcionada por Antonio Machado y Álvarez Demófilo[4], a través de su informante el cantaor jerezano Juanelo, confirma la idea de que la aportación de las mujeres al repertorio primigenio es más importante de lo que la historiografía tradicional ha mantenido, y no sólo como meras transmisoras, que no sería poco, sino también como generadoras de algunos cantes.(foto abajo LaTrini)

Entre otras cantaoras, Demófilo cita a la Petenera, pseudónimo icónico de una supuesta cantaora gaditana, lo mismo que a la Romera, ambas creadoras que habrían dado su nombre a estilos propios. Asimismo, Demófilo enumera como inventoras e intérpretes de distintas tonás y livianas a algunas mujeres coetáneas a Tío Luis de la Juliana, es decir en los albores del Preflamenco del siglo XVIII, como Tía María la Jaca de Jerez de la Frontera; otras fueron contemporáneas a El Fillo, como las gaditanas María la Cantorala y Juana la Sandita, las jerezanas Juana la Junquera y Tía Salvaora, y las sanluqueñas Ana María Vargas María la Mica, Josefa Vargas Pepa la Bochoca y La Cagilona; y otras, más jóvenes, posteriores al mismo Fillo, como la Pilí, la Jacoba y la Lola de Cádiz, esa Lola que se fue a los Puertos y se quedó sola, con permiso de Antonio y Manuel Machado. También constan nombres de cantaoras trianeras, como Josefa Ríos La Josefa y La Gómez, y de Morón, como María la Andonda, (en la foto abajo) todas ellas especialistas en siguiriyas y soleares.

Por otra parte, ante lo ignoto de la información aportada por Demófilo, se podría argumentar que no se han dado a conocer sus nombres porque fueron mujeres que desarrollaron su cante en el ámbito privado y, por lo tanto, no contribuyeron a la expansión de las nuevas formas musicales creadas. Sin embargo, en las fuentes hemerográficas de la época se constatan numerosas representaciones de esas primeras cantaoras en el flamenco escénico que se cultivaba entonces, en cafés cantantes, escuelas de baile o espectáculos diversos, en los que los cantes de mujer compartían escenario con los de sus compañeros varones, por lo que es pertinente afirmar que no, que María de las Nieves y La Dolores no fueron casos aislados sino una muestra visible de la gran presencia femenina en el flamenco de entonces.

Entre muchas otras fuentes, y por motivos de extensión, destacaremos solamente algunas de las actuaciones que se produjeron en los principales cafés cantantes andaluces, información precisa recogida por la pluma fresca de Fernando el de Triana[5]. En Sevilla, en el Salón del Recreo, en 1867, La Juanilla de Cádiz, conocida por la Sandita, actuó cantando soledades, juguetes, siguiriyas, tonadas y livianas, así como Elena Virilo interpretó diferentes «cantos andaluces», como juguetes, aranditos, panaderos, rondeñas del Negro y malagueñas[6]; en el Café de Silverio actuaron Pepa de Oro, cantaora de milongas, Dolores la Parrala, quien según el de Triana «tenía predilección por los cantes machunos», La Serneta, la mejor solearera de la época, o África Vázquez, creadora de unos fandangos de Granada, entre muchas otras; y por último, el café El Burrero con las representaciones de Conchita Peñaranda La Cartagenera, con sus cartageneras y tarantas, La Rubia de Málaga, especialista en malagueñas, o Concha Rodríguez La Carbonera, quien se cantaba y bailaba a la vez y era la artista principal de dicho café.

También constan distintas funciones en los cafés gaditanos, como en ‘La Primera de Jerez’, con Josefa Moreno La Antequerana (foto abajo), acompañándose ella misma a la guitarra, y en el Teatro de Eguilaz, con la presencia de Trinidad Cuenca, Soledad Vargas, la Lora, la Rubia de Cádiz y Manuela Fernández, y donde se escucharon soleares y siguiriyas interpretadas por estas mujeres cantaoras.

Pero no solo en los cafés y teatros sevillanos y gaditanos se constataron dichas actuaciones, también en otras ciudades andaluzas, como Almería, Málaga o Granada, así como en Murcia, Cartagena, Madrid o Barcelona[7], está documentada la presencia de los cantes femeninos, por lo que dicha expansión en todo el territorio nacional lleva a reflexionar sobre la aceptación que las cantaoras tendrían entre el público, preferentemente varonil, a quienes gustaban tanto los cantes masculinos como los femeninos sin distinción.

¿Qué tendrían los cantes flamencos de mujer que fueron solicitados para estar incluidos en las primeras grabaciones de los cilindros de cera y también en la posterior discografía de gramófono? Qué gusto habría en escuchar polos, serranas y malagueñas a La Rubia, cantaora que hizo pareja artística con El Mochuelo; siguiriyas gitanas y tarantas a la Rubia de las Perlas o bulerías y sevillanas a Teresita España, quien cantaba acompañándose a sí misma a la guitarra, esa primera mujer tocaora que grabó en cilindro de la que también la historiografía flamenca tradicional se ha olvidado[8]. Junto a las nombradas, otras mujeres cantaoras que dejaron su impronta en la discografía de la época fueron Paca Aguilera (foto abajo), Manuela de Ronda, Elena Font, Antonia la Malagueña, Señora R. García, Rubia de las Perlas, Pepita Caballero, Gracia de Triana, Niña de Linares, Fuensanta Jiménez la Jimena o La Trianita, un número nutrido de representantes femeninas que difundieron sus cantes en la incipiente industria discográfica ante una demanda creciente.

Sorprendentemente, a partir de la década de los 20 del siglo XX, esta dinámica tan activa de los cantes de mujer fue sustituida bruscamente por una decadencia de la presencia femenina en el flamenco, misterio que constató Fernando el de Triana al afirmar que Pastora Pavón La Niña de los Peines se quedó «completamente sola como cantaora, sin más competidores que Antonio Chacón y Manuel Torres»; siendo la artista sevillana una cantaora magnífica y de una gran versatilidad, ya que grabó casi todos los estilos del repertorio flamenco, no justifica la ausencia de las demás, por lo que esta evidencia nos conduce a una última cuestión que, cual racimo, encadena una reflexión tras otra: ¿qué pasó con todas estas mujeres cantaoras? ¿por qué no tuvieron continuidad y por qué no surgieron nuevas generaciones detrás de ellas? y ¿por qué dejaron de agradar los cantes femeninos?

Sin duda, las respuestas son múltiples, tantas como las cuestiones que las suscitan. El surgimiento de una mayor profesionalización quizás es uno de los principales motivos que pueda justificar este abandono masivo de las mujeres cantaoras del panorama flamenco, el cual a su vez va ligado con una valoración social negativa de las artes escénicas, aunque el argumento que mayor peso detenta es el establecimiento de un canon flamenco entre la comunidad flamenca que instauró la ideología dominante masculina, excluyendo a los cantes de mujer de la posición compartida que ostentaba hasta entonces. Este mismo canon estableció una división entre los cantes y las voces ‘masculinas’ y ‘femeninas’, en el que lo femenino se consideró secundario y subordinado de lo masculino, junto a un nuevo gusto en el flamenco por un tipo de voces varoniles, con rajo, potentes, con timbres oscuros y rangos graves frente a las voces agudas, más laínas, con timbres claros y poco espesor, representantes de los cantes de mujer de entonces que las grabaciones dejan entrever.

A partir de aquí, con estos estereotipos de la masculinidad y feminidad insertados en el flamenco y entre el público, no es de extrañar la no mención en la historiografía flamenca de las mujeres cantaoras y no sorprende que en una fecha tan moderna como 1958, en la importante antología de Hispavox que recogió los estilos y cantaores más representativos del repertorio flamenco[9], sólo se registrara la voz femenina de Lolita de Triana interpretando dos saetas, con su correspondiente banda de cornetas y tambores.

Por suerte para el cante femenino y para el flamenco, las décadas posteriores supusieron una revolución, la primera de las que vendrían después, gracias a la aportación de las grandes representantes

femeninas flamencas que no sólo crearon sus propias versiones, sino que también supieron transmitir la herencia de sus antecesores, formando su propia escuela de gran influencia en los cantaores y las cantaoras posteriores[10].

A partir de entonces, los cantes de mujer volvieron a situarse en el lugar donde siempre estuvieron, junto a los de sus compañeros varones, conformando ambos el legado histórico de los cantes flamencos.

Cuadro de Zuloaga

[1] José Luis Ortiz Nuevo, ¿Se sabe algo? Viaje al conocimiento del Arte Flamenco en la prensa sevillana del XIX, Sevilla: El Carro de las Nieves, 1990.

[2] Serafín Estébanez de Calderón, «Un baile en Triana» en Escenas andaluzas, Madrid: Baltasar González, 1847.

[3] Serafín Estébanez de Calderón, «Asamblea general de los caballeros y damas de Triana« en Escenas andaluzas, Madrid: Baltasar González, 1847.

[4]  Antonio Machado y Álvarez, Colección de cantes flamencos, Sevilla: El Porvenir, 1881.

[5] Fernando el de Triana, Arte y artistas flamencos, Madrid: Imp. Helénica, 1935.

[6] Blas Vega, Los Cafés Cantantes de Sevilla, Madrid: Cinterco, 1988.

[7] Carmen García Matos, La mujer en el cante flamenco, Jaén: Almuzara, 2010.

[8] Ver María Jesús Castro, «Las mujeres guitarristas flamencas» en Revista Zocoflamenco nº28, mayo-junio 2019.

[9] Antología del Cante flamenco, Hispavox, 1958.

[10] Para ampliar dicho periodo del cante femenino, ver María Jesús Castro, ‘Una mirada masculina del cante femenino. La mujer en Rito y Geografía del cante’ en Revista Zocoflamenco, marzo-abril 2021.

Revista ZocoFlamenco (V), nº28, mayo-junio 2019, «Las Mujeres Guitarristas Flamencas»

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[Texto original de María Jesús Castro en Revista ZocoFlamenco, nº28, mayo-junio 2019, pp. 8-9]

LAS MUJERES GUITARRISTAS FLAMENCAS

    A la pregunta de si ha habido y hay mujeres guitarristas se suele contestar rápidamente que no, que ninguna, pues se desconocen, por regla general, nombres de mujeres que hayan contribuido con su toque a la evolución de la guitarra flamenca.

    Sin embargo, las fuentes desmienten esa afirmación tan categórica, ya que la presencia femenina a lo largo de la historia de la guitarra flamenca ha sido más constante de lo que a simple vista parece. Otra cosa es que no haya sido objeto de atención por parte de los investigadores y, por lo tanto, su actividad artística no ha sido documentada y anotada, siendo su aportación relegada de la historiografía guitarrística al uso. No es que no haya, es que no se les ve, que no es lo mismo, convirtiéndose en invisibles al conjunto de la comunidad flamenca.

Anilla la de Ronda
Anilla la de Ronda

    Los motivos del porqué de esta ausencia son de diversa índole y se podrían resumir en dos: la cultura patriarcal y la profesionalización. Ambos tienen que ver con las estructuras de poder y liderazgo, la conciliación familiar y laboral, la dicotomía de los espacios privados/públicos representativos de lo femenino/lo masculino, respectivamente, o la creación y la superación de los estereotipos de género en la elección de un instrumento musical.

    Entonces, una historia de la guitarra flamenca también debería incluir a las mujeres guitarristas que aportaron una manera diferente de entender el toque y esta Nueva Historia de la Guitarra Flamenca daría inicio a lo largo de todo el siglo XIX y principios del XX, periodo en el que se tiene constancia de un gran número de mujeres que cantaban y/o bailaban acompañándose a sí mismas a la guitarra.

    Amparo Álvarez «La Campanera», Josefa Moreno «La Antequerana», Dolores la de la Huerta, Trinidad Huertas «La Cuenca», Ana Amaya Molina «Anilla la de Ronda», Teresita España, Merced Fernández Vargas «La Serneta» o Adela Cubas son, entre otras, algunas de las mujeres flamencas de la época que se acompañaban a la guitarra y de quienes las crónicas recogen sus actuaciones.

    Estas primeras mujeres guitarristas flamencas actuaron en academias de bailes, teatros y cafés cantantes, compartiendo los mismos espacios con sus compañeros varones, ya que los numerosos contextos de entretenimiento que en este período abrieron sus puertas, para divertir tanto a una clase social pudiente como popular, favorecieron las actuaciones de las mujeres instrumentistas, junto a las bailaoras y cantaoras, interpretando principalmente un repertorio de canciones andaluzas y canciones populares, aunque también consta que algunas de ellas sabían tocar estilos flamencos como soleares, siguiriyas o malagueñas.

    Junto a Adela Cubas, de quien se tiene abundante documentación, destacó Teresita España como tocaora y fue de las primeras mujeres guitarristas que llegó a grabar en las décadas de los 10 y 20 del siglo XX en cilindros de cera, acompañándose ella misma al cante por bulerías y en unas sevillanas, con un uso del pulgar y de los rasgueos según un toque antiguo, muy similar al de muchos de los guitarristas coetáneos. Cantaora, tocaora y cancionista, por su ambivalencia entre las variedades y el flamenco, llamó la atención de las crónicas periodísticas que destacaron que, junto a «su exquisito arte en el cuplé, realzado por su belleza y gracia natural de las hijas de Andalucía, hay que agregar su maestría tocando la guitarra y sus portentosas facultades en el arte jondo» (La Correspondencia de España, 21 julio 1922).

    Un segundo período coincide con una mayor profesionalización de la guitarra flamenca impulsada, sobre todo, por las grabaciones discográficas, tanto de acompañamiento como de concierto, y el paso del cilindro de cera y el disco monofacial al disco de vinilo y el magnetófono, gracias a la mejora de los sistemas de grabación del sonido. Estos avances tecnológicos propiciaron una manera de entender el toque y configuraron un canon guitarrístico flamenco, mediante una estética muy masculinizada, y que, a su vez, construyó un buen número de prejuicios en torno a la figura de la mujer guitarrista. Todo ello, junto con las condiciones sociopolíticas de mediados y de la segunda mitad del siglo XX, que limitó el acceso al mundo laboral y público de la mujer, hizo que la presencia guitarrística femenina disminuyera notablemente a partir de la década de los 30.

    Pese a estas circunstancias, mujeres como Matilde Cuervas, Isabel Borrull, Victoria de Miguel o Matilde Rossy hicieron sus carreras artísticas en solitario o junto a sus parejas y familiares —Matilde Cuervas junto a su marido, Emili Pujol; Isabel Borrull junto a su padre, Miguel Borrull, y hermanos, Lola, Concha y Miguel Borrull hijo, y Victoria de Miguel junto a su compañero, Pedro Sánchez «El Canario de Madrid»— e interpretaron un toque de acompañamiento y de concierto, ya que, a diferencia de la anterior generación, estas mujeres guitarristas aprendieron el toque clásico a través de grandes guitarristas, como Tárrega —Isabel Borrull—, Emili Pujol —Matilde Cuervas— o Andrés Segovia —Victoria de Miguel—, teniendo conocimientos tanto del repertorio y técnica de la guitarra clásica como de la guitarra flamenca.

Victoria de Miguel
Victoria de Miguel

    Sin embargo, y pese a su nivel, ninguna de ellas llegó a grabar en discos, distanciándose del mercado discográfico del momento, tan importante para la difusión del toque flamenco y la creación de modelos de referencia femeninos en el flamenco. Tampoco publicaron manuales ni métodos de guitarra, y tuvo que ser Anita Sheer, alumna de Carlos Montoya, en los Estados Unidos la que se convirtiera en la primera mujer guitarrista que grabó obras de concierto y editó manuales pedagógicos de la guitarra flamenca, en los años 60, en un proceso similar a las ediciones de las obras de guitarristas flamencos en el extranjero del mismo periodo, como Sabicas o Esteban de Sanlúcar. Junto a Anita Sheer, Sarita Heredia y Paquita Pérez también hicieron su trayectoria como guitarristas fuera de nuestras fronteras.

    Mientras, en España, no fue hasta los años 70 cuando una primera mujer guitarrista grabó en disco, Mercedes Rodríguez, junto al también guitarrista Antonio Perea. Otras mujeres guitarristas de la misma época que tuvieron una presencia activa, herederas a su vez de las principales figuras masculinas del toque, fueron Enriqueta Velázquez, alumna de El Niño Ricardo; Francisca Cano «Paqui», discípula de Serranito, o Salvadora Galán, seguidora del toque de Enrique Montoya y Juan Doblones.

Mercedes Rodríguez
Mercedes Rodríguez, «Merche»

   En la actualidad, algunas mujeres guitarristas se han introducido en los centros docentes de flamenco, a imitación de sus homólogas clásicas, en conservatorios y escuelas de música, como María José Domínguez en Sevilla, Laura González en Jaén, Celia Morales en Ronda (Málaga) o Davinia Ballesteros en Cádiz. Pocas se dedican de lleno al acompañamiento y al concertismo profesional, según el flamenco tradicional, como Antonia Jiménez, que es su mejor representación. Y la mayoría decide expresar su musicalidad a través de diversas formaciones, a veces más inscritas en el Posmodernismo flamenco, como Noa Drezner, Isabelle Laudenbach, Bettina Flater, Carolina Planté o Afra Rubino.

Laura González
Laura González

    Aun así, pese a la contribución real de todas las mujeres tocaoras citadas, y de muchas más, se sigue sin darles el lugar que les corresponde. Y las nuevas generaciones, que acceden con una mayor facilidad a una autoproducción discográfica y una autopromoción a través de las redes sociales, siguen sin tener una presencia activa en la historiografía del flamenco y son pocas las que reivindican su sitio de una manera combativa.

    Pero, en contra de todo pronóstico, se intuyen nuevos tiempos, nuevas propuestas musicales que reivindicarán, a su vez, nuevos análisis desde la perspectiva musical de género que dejarán constancia de la aportación de la mujer al toque flamenco y, con una mirada en femenino, replantear los roles estereotipados de la guitarra flamenca, para romper primero con las «barreras de cristal» y, después, con el techo.